C'est moi



Je veux de l'amour, de la joie, de la bonne humeur... découvrir ma liberté... bienvenue dans ma realité.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Tragos de amor

¡Qué curiosa es la vida! Sabemos que “siempre se puede aprender algo nuevo”, pero, justo cuando menos queremos descubrir grandes verdades, se nos estrellan en la cara. Los últimos días han sido raros, muy raros; han sido días en los que sigo buscando al genio que invente la máquina descifradora de emociones. En un continuo esfuerzo por no pensar, por no llegar a las conclusiones que ya sé, pero no quiero aceptar, las reflexiones llegaron sin que las pidiera. He aquí mi último gran descubrimiento: el amor es como el alcohol y las consecuencias de ambos son muy parecidas. Creo que los procesos de una borrachera y un enamoramiento son muy parecidos y de los cuáles se pueden obtener analogías interesantes.

En primer lugar, la sobriedad total por cierto tiempo hasta llegar al punto de que necesitamos de un buen día de alcoholización. Hay semanas en las que ansiamos la fiesta, el ambiente y la compañía que permitan disfrutar de unos buenos tragos, sólo por el gusto de hacerlo; se trata de esas semanas en las que decimos “el viernes empedo, no matter what!”. Al parecer lo mismo pasa con el amor. Llegan momentos en los que la soledad y la soltería han cumplido su cuota y necesitamos sentir, nuevamente, las mariposas en el estómago y la emoción de buscar acompañante. En esos días es cuando decidimos que estamos listos a volverlo intentar (justo como con el tequila) y demostrar que nos hemos vuelto inmunes, que podemos disfrutarlo y salir bien librados. La única diferencia entre el alcohol y el amor, es que al segundo hay que buscarlo un poquito más… si en verdad buscamos amor, claro.

Después de sentir la necesidad y obtener el objetivo, empieza el momento de disfrutarlo. Llega el viernes, llegamos a la fiesta, tomamos un par de vasos en las manos y nos dedicamos a beber y beber más, repito, sólo por el gusto de hacerlo. Estos momentos son los que en verdad se disfrutan, aunque, a veces, no puedan recordarse completamente ni con detalles; sin embargo, se recuerda la experiencia en general y, curiosamente, ciertos detalles que parecen los más importantes, los mejores momentos. El mareo, el zigzagueo al caminar, la risa incontrolable, la imposibilidad de hablar y la incapacidad de hilar ideas coherentes son claras señales de que hemos cumplido nuestro cometido y lo estamos disfrutando. En estos momentos, nunca, jamás, pensamos en las náuseas que sentiremos al subirnos al auto ni en la cruda del día siguiente. Todo está bien, hay disfrutar del momento, pues.

El proceso de enamoramiento es bastante similar. Una vez encontrada esa persona ideal que nos llena de nervios y sonrisas, es tiempo de no pensar en otra cosa más que en ser feliz y disfrutar. Al igual que con el alcohol, suele haber señales de que todo va viento en popa y de que no hay ni el más mínimo motivo para preocuparse: el sentimiento de flotar, la sonrisa que no desaparece del rostro, las ganas de gritarle al mundo nuestra felicidad, la perfección que se ve en todos lados, el buen humor, las noches de sueños hermosos, la expectativa del siguiente día y sus maravillas, y un muy largo etcétera. Todo es inmejorable. Todo es perfecto. Todo es feliz. Nada importa. Esos días, meses o años, suelen pasar tan rápido y tan lento que, muchas veces, olvidamos exprimirlos al máximo y grabar cada detalle en la memoria; estamos tan embriagados de amor que, pensamos, no tiene sentido pensar en el futuro.

Al final de toda buena borrachera, necesariamente, se empiezan a sentir los síntomas de lo que nos espera al día siguiente. Justo cuando empiezan los malestares es cuando empezamos a tomar conciencia de los errores y excesos que pudimos haber cometido; surgen las dudas, los dolores, el arrepentimiento y los constantes intentos por sentirnos mejor, cuando aún no ha llegado lo peor. En esta etapa, afortunadamente, siempre están los buenos amigos a nuestro lado; ellos nos cuidan cuando nos dormimos en una cama ajena, cuando hay que visitar el baño cada cinco segundos, cuando hay que pasar por tacos para bajar el nivel de alcohol en la sangre, cuando no podemos manejar, cuando hemos perdido cualquier indicio de sensualidad y compostura; en otras palabras, los amigos nos ayudan a vernos y sentirnos menos mierda.

Al final de toda buena relación (y siempre se sabe cuando se está llegando a él) los síntomas son muy parecidos. Las cosas comienzan a verse cada vez más borrosas, el mundo deja de tener sentido. Intentamos, por todos los medios, buscar la felicidad que sentíamos en el pasado; intentamos recuperar la magia que solía ser la solución a cualquier problema. En esos instantes, también, empiezan a aparecer las dudas en la cabeza, las pesadillas, el malestar general, el llanto, el asco… la vida se vuelve negra. Pensamos que un caballito más de amor, un cocktail de besos o un daiquirí de pasión pueden llevarnos al estado anterior, pero, a veces, sólo incrementan el malestar. Para esos momentos, también (no podía ser de otra forma), los amigos están de nuestro lado. Esas personas a las que, probablemente, olvidamos cuando estábamos borrachos, regresan para mejorarnos los días y darnos su hombro cuando sentimos que nos desmoronamos.

Generalmente, una buena noche de copas culmina con una “buena” cruda. Con la conciencia recuperada, empezamos a descubrir moretones en el cuerpo, sentimos asco a cualquier imagen o insinuación de alcohol, nos confunde la cantidad de vueltas que nos da la cabeza y sólo deseamos que el tiempo pase más rápido y podamos volver a ser nosotros mismos y sentirnos bien. La cruda, invariablemente, lleva a los arrepentimientos, propósitos y juramentos. Nos prometemos a nosotros mismos no volvernos a permitir semejante inconciencia e irresponsabilidad. Decimos, afirmamos y le gritamos al mundo que jamás volveremos a probar el alcohol. La clásica frase “no vuelvo a tomar” retumba en nuestros oídos incesantemente. Finalmente, somos personas racionales que saben medir sus límites y tienen suficiente autocontrol para evitar una situación parecida en el futuro. Hemos aprendido la lección.

Cuando una relación termina, cuando el amor se escapa de nuestras manos y se aleja, el sentimiento es muy parecido a una cruda. Aunque los signos externos no sean siempre tan evidentes, la sensación interior es muy similar. Entre el llanto, el dolor, la confusión, los escudos que nos ponemos enfrente y la fachada de que todo está bien y que podemos salir de eso, también descubrimos los moretones—tan morados, que tardan más en borrarse. Las promesas y “lecciones aprendidas” tampoco pueden faltar en este proceso. Hay personas que prometen no volver a volar tan alto; otras juran no derramar una lágrima más por amor; algunos hacen votos de no permitir que los vuelvan a lastimar y los más ingenuos aseguran que no volverán a enamorarse.

Sin embargo, para nuestra fortuna o desgracia, los seres humanos no somos buenos cumpliendo promesas. Siempre volvemos a beber y siempre volveremos a enamorarnos. Claro, siempre con cierto tiempo de por medio; el tiempo que sea necesario para recuperarse y deshacerse de los síntomas de malestar completamente. Y, no-sorpresivamente, los procesos vuelven a empezar y evolucionar exactamente de la misma forma: un buen día amanecemos con ganas de beber o enamorarnos.

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