C'est moi



Je veux de l'amour, de la joie, de la bonne humeur... découvrir ma liberté... bienvenue dans ma realité.

domingo, 29 de marzo de 2009

Antro(a)pología

A veces, no sabemos exactamente en qué mundo vivimos; sin embargo, hay momentos en que estamos seguros de estar en el mundo correcto, aunque sea por unos instantes. En esos momentos, la vida tiene sentido, somos nosotros mismos, sentimos una felicidad genuina y no nos importa lo que puedan pensar los demás. Yo, creo, vivo en un punto entre dos mundos tan diferentes y separados entre sí que no sé cómo logro sobrevivir en medio de ellos. Por ello, disfruto muchísimo los días en los que logro crear mi propio universo y divertirme muy a pesar de lo que puedan pensar mis conciudadanos en cualquiera de mis dos mundos. Sé que criticarán mucho estas líneas, pero también sé que no me importa, pues la energía que invadió mi cuerpo durante este fin de semana ha logrado encender una chispa que llevaba muerta mucho tiempo.

Hay muchas personas que no encuentran el chiste de ir “de antro”. Para ellos, pagar $100 por estacionar el coche, $200 de cover y $1000 por una botella, después de haber pasado un tiempo insufrible en la cadena rogando a un tipo que nos deje entrar, no tiene sentido y, peor aún, va en contra de cualquier sentido de dignidad que pueda tener un ser humano. Una vez dentro del lugar, la crítica se concentra en la falta de espacio vital, el excesivo volumen que revienta los tímpanos, la falta de originalidad de la gente al vestirse (todos los niños con polo de algún color y jeans) y, para los más quisquillosos, en el tipo de música que logra prender a tanta gente. Y, lo peor de todo viene cuando a alguien se le ocurre afirmar que en un antro hay “niños bien” y que por ellos es que nos gusta ir… en fin.

A mí me gusta mucho ir de antro y, desgraciadamente, fue algo que dejé de hacer por más de un año, creyendo que ya no los disfrutaba tanto como cuando era una tierna adolescente. Estaba equivocada. En el último mes he ido de antro un par de veces y, aunque acepto las críticas de todos los que siente asco por esos lugares, para mí siempre es una experiencia increíble y en la que me puedo perder completamente. Desde el maquillaje, los tacones y la cadena hasta el vodka de $90, la hora de música electrónica y la falta de espacio suficiente para bailar, todo es parte de la experiencia que me hace flotar, bailar con los ojos cerrados, sentir las vibraciones de la música en mis venas y olvidar mis problemas por un par de horas. Además, la experiencia puede tener matices sicológicos positivos, como cuando te ahorras el tiempo de cadena por haberte arreglado adecuadamente (a ojos del cadenero), o como cuando no pagas cover porque el de la entrada te regaló una pulsera que dice “Niña bonita. No paga cover”, o como cuando logras robar un par de sonrisas y miradas coquetas al hombre que baila dos mesas más allá de la tuya. Y, lo más importante de todo, no hay una ida de antro completa si no es con la compañía adecuada: cuando tus amigos se la pasan igual de bien que tú, cuando todos gritan y bailan de alegría, cuando la botella se acaba a la velocidad de la luz y cuando una de tus amigas termina tomándose fotos con el mesero, sabes que has concluido una noche perfecta en compañía de las personas adecuadas.

Así, no pretendo hacer una defensa de la industria antrera, sino mi humilde apología a ese mundo, que parece ser el mío. Finalmente, como individuos tenemos la libertad de escoger entre lo que nos gusta y lo que no, lo que nos hace sentir bien y lo que no, lo que nos hace ser felices y lo que no. Y en este constante crecimiento y proceso de maduración, siempre es satisfactorio tirar algunas barreras y poder levantar la cara ante uno de los mundos que critica nuestra forma de divertirnos. Al que le gusta el mezcal, que beba mezcal; al que le gusta Wagner, que escuche a Wagner… a mí me gusta ir de antro.


jueves, 26 de marzo de 2009

Extraño, real y reconfortante

Volvemos, espero que por última vez, a las situaciones hipotéticas.

Fernandita se alejó lentamente del grupo en donde se encontraban Pepito y Juanita en amena plática; se había despedido de él con desgano y a ella ni la había volteado a ver. Caminaba por un camino oscuro, tratando de mantenerse entera, por lo menos hasta que llegara a la soledad de su coche, donde podría desmoronarse a gusto. Mientras su cuerpo parecía fuerte, su corazón se encogía al mínimo y por su mente cruzaban todas las groserías que se le podían ocurrir en ese momento. Al subirse al coche, Fernandita encendió el radio a todo volumen y puso el disco en su canción favorita: “I don’t wanna be the blame, not anymore. It’s your turn, so take a seat we’re settling the final score.” Al escuchar esas palabras, decidió que las haría su filosofía: dejaría ir su sentimiento mierda y de culpabilidad y empezaría a ver que Pepito no resultó ser una hermana de la caridad. En ese momento, lo único que quería era hablar con una persona… sólo con ella, con la que menos se hubiera imaginado, con la que jamás había cruzado una sola palabra, pero con la que ese día se había establecido un nuevo lazo. Fernandita sabía que sólo esa persona podría entenderla, pues había transitado el mismo sendero un tiempo atrás. Ambas habían descubierto y aceptado que las culpas no eran suyas, sino de él. Fernandita descubrió que había patrones muy claros en la vida de Pepito, patrones en los que ella había terminado involucrada y, ahora, sólo una persona podría comprenderla y ayudarla a salir del vacío.

¿Se puede extrañar a una persona con la nunca se ha estado? ¿Se puede tener una necesidad urgente de hablar con alguien con quien nunca se ha cruzado una sola palabra? ¿Cómo explicar una sensación tan extraña y un cambio tan súbito en el pensamiento? Me queda claro que la vida suele darnos sorpresas muy grandes cuando menos las esperamos, pero cuando más las necesitamos. Ayer, en definitiva, fue un día muy extraño en el mundo blog: mientras la lectura de uno me tiró al suelo, la lectura de otro (cuya autora, inteligentemente, sabía que yo leería) me devolvió un rayo de esperanza. Del primer blog, de la saña con la que parece haberse escrito y de la historia tan bizarra que parece contar no voy a hablar, pues no tiene caso y no pretendo darle importancia. Es el segundo blog el que volteó mi vida en dos segundos, el que sí merece mi atención.

Es extraño darse cuenta que la vida puede voltearse súbitamente, completamente, de cabeza; la persona que suponíamos odiar se convierte en aquella con la que queremos hablar; la persona que amábamos se convierte en la memoria que necesitamos guardar en un cajón que no volveremos a abrir en mucho tiempo. Y, una vez más, se confirma la existencia de ese universo femenino que los hombres jamás lograrán entender. Sólo las mujeres pueden entender ciertas cosas y, además, reírse juntas de la cara de confusión del sexo masculino ante situaciones inverosímiles.

La vida cambia, y son esos cambios los que la hacen tan complicada y divertida a la vez… y en días como hoy, verdaderamente reconfortante. En días como hoy, como cualquier otro, uno se da cuenta que, a veces, las primeras impresiones no son lo más importantes; que las referencias que nos den de una persona nunca deben tomarse como ciertas y que, mejor, hay que darnos la oportunidad de hacer nuestro juicio propio; que si un problema no es nuestro, no debemos hacerlo nuestro, pues es un juego en el que nadie gana; que, además de los amigos, siempre puede haber más personas que nos entienden y tienen empatía con nosotros; que el perdón y un “borrón y cuenta nueva” puede ser verdaderamente revitalizador y que, no importa lo impensable de una situación, todo puede suceder.

Creo que hoy inicia un nuevo capítulo en mi vida. No puedo esperar que todo sea perfecto de un día para otro, pero sí puedo repetir que estoy abierta a lo que venga, con esta nueva madurez que he descubierto y con un nuevo ánimo de hacer las cosas un poco mejor. Nuevamente, un fracaso me ha ayudado a confirmar que los amigos valen más que cualquier cosa y que es sin ellos sin los que no podríamos vivir… el amor viene y va, los amigos permanecen y, con suerte, aparecen nuevas amistades con personas con las que tenemos más cosas en común de las que alguna vez quisimos aceptar… “las piedras rodando se encuentran” o, tal vez, se encuentran quienes tropiezan con la misma piedra… c’est la vie!

domingo, 22 de marzo de 2009

Historias sin fin

Esto que llamamos vida no es más que un largo proceso que algún día, se supone, hemos de terminar. Sin embargo, últimamente me he preguntado si en verdad terminamos el proceso o si, más bien, se interrumpe en cierto momento sin que podamos hacer algo al respecto, más que dejar detrás gran cantidad de sueños, metas, propósitos y planes. Decidí que, cuando llegue mi momento, me gustaría no dejar “asuntos pendientes” y poder dejar un proceso completamente terminado tras de mí. Creo que las personas que logran abandonar la vida de esa forma son verdaderamente afortunadas, aunque, en realidad, no creo conocer a una sola de ellas. Los seres humanos, a lo largo de nuestra vida, nos dedicamos a planear y anticipar todo lo que queremos lograr y hacer en el futuro cercano y más lejano… y creo que eso es parte de nuestra esencia. A mí me encanta soñar y hacer planes, es mi forma de vivir y, a veces, un incentivo para esforzarme por lo que verdaderamente quiero lograr.

Pensando sobre esto, descubrí que en ese largo proceso llamado vida, hay muchos procesos más pequeños que se suceden unos a otros, que se traslapan, algunos quedando concluidos y otras más, interrumpidos. Las relaciones personales que establecemos son parte de esos micro-procesos en los que nos involucramos a lo largo de nuestras vidas; si se interrumpen, generalmente, quedan cosas pendientes: el viaje que nunca hicimos con el amigo al que dejamos de ver, el café que nunca tomamos con la amiga con la que discutimos, la fiesta a la que no fuimos por dejar de frecuentar a cierta persona… Y, para variar, no podía faltar el tema del amor. Cuando una relación (corta o larga) termina, siempre quedan cosas pendientes, siempre habrá cosas que interrumpir y, no hay alternativa, hay que aprender a vivir con eso. Y esa es la parte verdaderamente complicada.

Los dos últimos fines de semana han sido mi prueba más dura y mi confirmación de que tengo razón en cuanto a aquello de las interrupciones. Un concierto, un viaje; planes que se gestaron muchos meses atrás y que ahora veo pasar frente a mis ojos estando completamente al margen de la escena. Podrá parecer tonto, la gente podrá decir “déjalo ir y vive tu vida”, pero es imposible deshacernos del gen masoquista que gusta de hacernos pensar “ahorita estaría en…”. Y, para complicar más las cosas, dentro de todo el masoquismo, también entra la parte de preguntarse si la otra persona está pensando lo mismo, si nos está imaginando en el lugar que ocupa su amigo y si está figurando una escena diferente en la que todo es feliz.

Sin embargo, estoy convencida de que todo es parte de un aprendizaje. Poco a poco los planes interrumpidos se disuelven en la memoria y nos olvidamos de sufrir por ellos. Poco a poco, el dolor es menor y la vida retoma su curso normal, cada uno por su camino. Poco a poco dejamos de imaginar mundos paralelos en donde el arco sigue intacto. Poco a poco dejamos de pensar y de sufrir y volvemos a vivir verdaderamente, dejando de fingir ante el mundo que lo hacemos y que caminamos con la cabeza en alto. Algún día, cada vez más cercano, habrá nuevos sueños que perseguir, nuevas vidas que compartir y nuevos planes para organizar. Mientas tanto, podemos vivir al día, gozar los momentos que no nos han arrebatado de las manos, y disfrutar de una sonrisa esporádica, causada por alguna trivialidad, que nos ayuda a comprobar que algo terminó, pero la vida sigue y muchas cosas más están por comenzar.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Tragos de amor

¡Qué curiosa es la vida! Sabemos que “siempre se puede aprender algo nuevo”, pero, justo cuando menos queremos descubrir grandes verdades, se nos estrellan en la cara. Los últimos días han sido raros, muy raros; han sido días en los que sigo buscando al genio que invente la máquina descifradora de emociones. En un continuo esfuerzo por no pensar, por no llegar a las conclusiones que ya sé, pero no quiero aceptar, las reflexiones llegaron sin que las pidiera. He aquí mi último gran descubrimiento: el amor es como el alcohol y las consecuencias de ambos son muy parecidas. Creo que los procesos de una borrachera y un enamoramiento son muy parecidos y de los cuáles se pueden obtener analogías interesantes.

En primer lugar, la sobriedad total por cierto tiempo hasta llegar al punto de que necesitamos de un buen día de alcoholización. Hay semanas en las que ansiamos la fiesta, el ambiente y la compañía que permitan disfrutar de unos buenos tragos, sólo por el gusto de hacerlo; se trata de esas semanas en las que decimos “el viernes empedo, no matter what!”. Al parecer lo mismo pasa con el amor. Llegan momentos en los que la soledad y la soltería han cumplido su cuota y necesitamos sentir, nuevamente, las mariposas en el estómago y la emoción de buscar acompañante. En esos días es cuando decidimos que estamos listos a volverlo intentar (justo como con el tequila) y demostrar que nos hemos vuelto inmunes, que podemos disfrutarlo y salir bien librados. La única diferencia entre el alcohol y el amor, es que al segundo hay que buscarlo un poquito más… si en verdad buscamos amor, claro.

Después de sentir la necesidad y obtener el objetivo, empieza el momento de disfrutarlo. Llega el viernes, llegamos a la fiesta, tomamos un par de vasos en las manos y nos dedicamos a beber y beber más, repito, sólo por el gusto de hacerlo. Estos momentos son los que en verdad se disfrutan, aunque, a veces, no puedan recordarse completamente ni con detalles; sin embargo, se recuerda la experiencia en general y, curiosamente, ciertos detalles que parecen los más importantes, los mejores momentos. El mareo, el zigzagueo al caminar, la risa incontrolable, la imposibilidad de hablar y la incapacidad de hilar ideas coherentes son claras señales de que hemos cumplido nuestro cometido y lo estamos disfrutando. En estos momentos, nunca, jamás, pensamos en las náuseas que sentiremos al subirnos al auto ni en la cruda del día siguiente. Todo está bien, hay disfrutar del momento, pues.

El proceso de enamoramiento es bastante similar. Una vez encontrada esa persona ideal que nos llena de nervios y sonrisas, es tiempo de no pensar en otra cosa más que en ser feliz y disfrutar. Al igual que con el alcohol, suele haber señales de que todo va viento en popa y de que no hay ni el más mínimo motivo para preocuparse: el sentimiento de flotar, la sonrisa que no desaparece del rostro, las ganas de gritarle al mundo nuestra felicidad, la perfección que se ve en todos lados, el buen humor, las noches de sueños hermosos, la expectativa del siguiente día y sus maravillas, y un muy largo etcétera. Todo es inmejorable. Todo es perfecto. Todo es feliz. Nada importa. Esos días, meses o años, suelen pasar tan rápido y tan lento que, muchas veces, olvidamos exprimirlos al máximo y grabar cada detalle en la memoria; estamos tan embriagados de amor que, pensamos, no tiene sentido pensar en el futuro.

Al final de toda buena borrachera, necesariamente, se empiezan a sentir los síntomas de lo que nos espera al día siguiente. Justo cuando empiezan los malestares es cuando empezamos a tomar conciencia de los errores y excesos que pudimos haber cometido; surgen las dudas, los dolores, el arrepentimiento y los constantes intentos por sentirnos mejor, cuando aún no ha llegado lo peor. En esta etapa, afortunadamente, siempre están los buenos amigos a nuestro lado; ellos nos cuidan cuando nos dormimos en una cama ajena, cuando hay que visitar el baño cada cinco segundos, cuando hay que pasar por tacos para bajar el nivel de alcohol en la sangre, cuando no podemos manejar, cuando hemos perdido cualquier indicio de sensualidad y compostura; en otras palabras, los amigos nos ayudan a vernos y sentirnos menos mierda.

Al final de toda buena relación (y siempre se sabe cuando se está llegando a él) los síntomas son muy parecidos. Las cosas comienzan a verse cada vez más borrosas, el mundo deja de tener sentido. Intentamos, por todos los medios, buscar la felicidad que sentíamos en el pasado; intentamos recuperar la magia que solía ser la solución a cualquier problema. En esos instantes, también, empiezan a aparecer las dudas en la cabeza, las pesadillas, el malestar general, el llanto, el asco… la vida se vuelve negra. Pensamos que un caballito más de amor, un cocktail de besos o un daiquirí de pasión pueden llevarnos al estado anterior, pero, a veces, sólo incrementan el malestar. Para esos momentos, también (no podía ser de otra forma), los amigos están de nuestro lado. Esas personas a las que, probablemente, olvidamos cuando estábamos borrachos, regresan para mejorarnos los días y darnos su hombro cuando sentimos que nos desmoronamos.

Generalmente, una buena noche de copas culmina con una “buena” cruda. Con la conciencia recuperada, empezamos a descubrir moretones en el cuerpo, sentimos asco a cualquier imagen o insinuación de alcohol, nos confunde la cantidad de vueltas que nos da la cabeza y sólo deseamos que el tiempo pase más rápido y podamos volver a ser nosotros mismos y sentirnos bien. La cruda, invariablemente, lleva a los arrepentimientos, propósitos y juramentos. Nos prometemos a nosotros mismos no volvernos a permitir semejante inconciencia e irresponsabilidad. Decimos, afirmamos y le gritamos al mundo que jamás volveremos a probar el alcohol. La clásica frase “no vuelvo a tomar” retumba en nuestros oídos incesantemente. Finalmente, somos personas racionales que saben medir sus límites y tienen suficiente autocontrol para evitar una situación parecida en el futuro. Hemos aprendido la lección.

Cuando una relación termina, cuando el amor se escapa de nuestras manos y se aleja, el sentimiento es muy parecido a una cruda. Aunque los signos externos no sean siempre tan evidentes, la sensación interior es muy similar. Entre el llanto, el dolor, la confusión, los escudos que nos ponemos enfrente y la fachada de que todo está bien y que podemos salir de eso, también descubrimos los moretones—tan morados, que tardan más en borrarse. Las promesas y “lecciones aprendidas” tampoco pueden faltar en este proceso. Hay personas que prometen no volver a volar tan alto; otras juran no derramar una lágrima más por amor; algunos hacen votos de no permitir que los vuelvan a lastimar y los más ingenuos aseguran que no volverán a enamorarse.

Sin embargo, para nuestra fortuna o desgracia, los seres humanos no somos buenos cumpliendo promesas. Siempre volvemos a beber y siempre volveremos a enamorarnos. Claro, siempre con cierto tiempo de por medio; el tiempo que sea necesario para recuperarse y deshacerse de los síntomas de malestar completamente. Y, no-sorpresivamente, los procesos vuelven a empezar y evolucionar exactamente de la misma forma: un buen día amanecemos con ganas de beber o enamorarnos.

viernes, 6 de marzo de 2009

Cowardy

En una conversación casual, una amiga me dijo que el mundo no está hecho para mí; respondí que, tal vez, yo soy la que no está hecha para el mundo. La razón de esta discusión: mi aparente cobardía para mostrar mis sentimientos y pensamientos a la gente que me rodea. No voy a negar que el “hallazgo” de mi amiga tuvo impacto en mí y me dejó pensando al respecto. ¿Qué significa ser valiente en el siglo XXI? ¿Cuál es la forma correcta de enfrentarnos al mundo? ¿Qué tipos de luchas son las que ahora debemos emprender? Y, en todo caso, ¿vale la pena la valentía?

Hace unos días, por mero impulso, me pinté el cabello de rojo. Sé que eso no me hace valiente y que, mucho menos, me posiciona en mayor rango dentro de la sociedad. Sin embargo, tratándose de mí, creo que ha sido un gran avance. Aunque sólo se trate de mi cabello, el tinte ha significado un progreso, pues hice lo que quise cuando quise hacerlo. Las críticas al nuevo estilo, al igual que las felicitaciones, no han modificado mi decisión ni me han hecho arrepentirme. Se trata de mi cabello, no del el del mundo; si a mí me gusta cómo me veo, si me siento contenta con el cambio, no me interesa lo que los demás puedan opinar. ¿Por qué la vida, la mente y las acciones más relevantes no pueden ser como el cabello? ¿Por qué hay tantas decisiones que se tienen que pensar antes? ¿Por qué no ser impulsivos en todos los aspectos de la vida?

Encontré que Mark Twain, alguna vez, dijo que la valentía es la resistencia ante el miedo y manejo de éste, mas no su ausencia. Suena fácil, pero no sé cómo manejar el miedo. Temo expresar lo que verdaderamente siento por miedo a causar daño a personas que quiero, temo darme cuenta de que he cambiado mucho en poco tiempo, temo ver que los caminos se separan cada vez más y comienzo a caminar sola en mi propio sendero, temo tener que aceptar todo esto y temo más tomar la actitud correspondiente y hacer lo correcto. ¿Me habrá llegado el momento de dejar de pensar, hacerle caso a mi cabeza y ser más impulsiva? ¿Y si la valentía resulta peor que mi habitual y cómoda cobardía?

Son muchos los impulsos que siento por minuto, pero pocas las acciones que llevo acabo impulsivamente; tiendo a ser más reflexiva y no hacer algo hasta no estar segura. Solía pensar que este modo de proceder facilitaba las cosas, pues, finalmente, evitaba los arrepentimientos. No obstante, parece que me equivoco una vez más. Hoy por hoy, mi continua indecisión ha complicado más cosas de las que ha resuelto… y ni así me animo a seguir mis impulsos y a vivir plenamente lo que quiero en este momento de mi vida. Puede que mañana me arrepienta, pero, el gusto de ser verdaderamente yo por un día nadie me lo va a poder quitar.

(Y aún después de escribir esto, sigo y seguiré sentada frente a la pantalla, imaginando miles de escenas en mi cabeza, miles de cosas que debería decir si siguiera el puro impulso, miles de situaciones que verdaderamente quiero vivir en este momento… y sigo sentada y, probablemente, sólo queden en mi mente. No soy valiente y no estoy hecha para este mundo, tal parece.)

lunes, 2 de marzo de 2009

De arcos y planos

Muchas veces, no hace falta más que una plática con un buen amigo y un par de cervezas para descubrir grandes verdades de la vida. Hace un par de días, durante uno de los mejores fines de semana que he tenido en mi vida (como siempre, con mis amigos/hermanitos) un amigo, sin darse cuenta probablemente, dijo algo completamente iluminador para mí… y como toda cosa iluminadora, se quedó dando vueltas en mi cabeza, haciendo que me preguntara infinidad de cosas. Mientras hablábamos del amor y compartíamos experiencias (siempre con las dos cervezas), mi amigo dijo, mutatis mutandi, lo siguiente: “el amor es como un arco: si los extremos se juntan demasiado, la figura desaparece y se rompe; si los extremos se separan mucho, el arco desaparece y se convierte en una línea recta y plana.” Mi respuesta fue: “nunca lo había visto así, pero tienes razón.” Y así, me di cuenta de que no necesito leer las grandes obras de filosofía que se han escrito para descubrir muchas grandes verdades que, de cierta forma, pueden cambiar la perspectiva que tenemos sobre ciertos temas. Y, cabe aclarar, mi amigo es todo menos filósofo.

El amor es un arco. ¿Qué tipo de arco? ¿Qué tan separados deben estar los extremos? ¿Cómo darnos cuenta si se está perdiendo la figura; si se está rompiendo o se está aplanando? ¿Se puede volver a obtener el arco perfecto una vez que se deshizo? Se supone que, en todo aspecto de la vida, no hay que irse a los extremos, sino mantenerse en el punto intermedio; el justo medio, como diría Aristóteles. Sin embargo, no tenemos muy clara la forma en que hay que descubrir o establecer ese punto medio, llegar a él y quedarnos ahí; los extremos, cual polos magnéticos, parecen estar jalando de nosotros todo el tiempo y atrayéndonos hacia su campo de fuerza, tan destructivo muchas veces. En este sentido, y hablando del amor, me inquieta más cuando los extremos se juntan demasiado, pues creo que es cuando más se pueden complicar las cosas. Si el arco se está aplanando, si los extremos se separan cada vez más, puede ser que no haya amor en realidad, que esté muriendo, que se esté olvidando, o que, simplemente, cada punta haya encontrado un nuevo camino. Y, aunque no digo que sea fácil, puede resultar menos desgastante y depresivo que enfrentarse a una ruptura total de lo que se estaba construyendo y que, accidentalmente, se dejó acercarse hasta el punto de quiebre, hasta cuando sólo quedan unas líneas paralelas.

En las relaciones, se dice y se sabe, la dependencia mutua es mala. El amor se trata de compartir la vida propia con otra, complementar, apoyar, motivar… no de olvidarse de uno mismo y vivir por y para la otra persona, única y exclusivamente. Una relación no se trata de volverse uno al grado de que ninguna de las partes pueda existir sin la otra. El amor es la suma de dos, que resulta en algo hermoso que motiva a ambas partes a tomarse de la mano y avanzar juntos, pero cada quien dando sus propios pasos. Y las complicaciones empiezan cuando, aun sabiendo esto, nos esforzamos por unir tanto los caminos que deje de distinguirse el que cada uno debe caminar por su cuenta; nos empeñamos en ser ese “uno” que puede terminar por destruir a los dos. Y, todavía peor, ese esfuerzo inconsciente que hacemos se siente bien; tan bien, que no nos damos cuenta de lo malo que puede resultar y de que hay que ponerle un alto. Y así, podemos llegar al quiebre, a que el arco se rompa y no se pueda volver a pegar.

Quisiera no romper los arcos, y tampoco dejar que se aplanen; sin embargo, al parecer, es algo difícil de controlar o, por lo menos, de detener si ya sucedió. Al parecer, es otra de las múltiples complicaciones que hacen del amor algo tan único y especial. He aquí una cosa más que he descubierto de este sentimiento y que espero tener en mente en el futuro… hasta en el amor (si no es que, sobretodo en el amor) hay que aprender a no cometer los mismo errores dos veces. Recordemos, pues, nuestras clases de geometría e intentemos vivir en arcos perfectos que no se rompan ni se aplanen… que no desaparezcan.