A veces, no sabemos exactamente en qué mundo vivimos; sin embargo, hay momentos en que estamos seguros de estar en el mundo correcto, aunque sea por unos instantes. En esos momentos, la vida tiene sentido, somos nosotros mismos, sentimos una felicidad genuina y no nos importa lo que puedan pensar los demás. Yo, creo, vivo en un punto entre dos mundos tan diferentes y separados entre sí que no sé cómo logro sobrevivir en medio de ellos. Por ello, disfruto muchísimo los días en los que logro crear mi propio universo y divertirme muy a pesar de lo que puedan pensar mis conciudadanos en cualquiera de mis dos mundos. Sé que criticarán mucho estas líneas, pero también sé que no me importa, pues la energía que invadió mi cuerpo durante este fin de semana ha logrado encender una chispa que llevaba muerta mucho tiempo.
Hay muchas personas que no encuentran el chiste de ir “de antro”. Para ellos, pagar $100 por estacionar el coche, $200 de cover y $1000 por una botella, después de haber pasado un tiempo insufrible en la cadena rogando a un tipo que nos deje entrar, no tiene sentido y, peor aún, va en contra de cualquier sentido de dignidad que pueda tener un ser humano. Una vez dentro del lugar, la crítica se concentra en la falta de espacio vital, el excesivo volumen que revienta los tímpanos, la falta de originalidad de la gente al vestirse (todos los niños con polo de algún color y jeans) y, para los más quisquillosos, en el tipo de música que logra prender a tanta gente. Y, lo peor de todo viene cuando a alguien se le ocurre afirmar que en un antro hay “niños bien” y que por ellos es que nos gusta ir… en fin.
A mí me gusta mucho ir de antro y, desgraciadamente, fue algo que dejé de hacer por más de un año, creyendo que ya no los disfrutaba tanto como cuando era una tierna adolescente. Estaba equivocada. En el último mes he ido de antro un par de veces y, aunque acepto las críticas de todos los que siente asco por esos lugares, para mí siempre es una experiencia increíble y en la que me puedo perder completamente. Desde el maquillaje, los tacones y la cadena hasta el vodka de $90, la hora de música electrónica y la falta de espacio suficiente para bailar, todo es parte de la experiencia que me hace flotar, bailar con los ojos cerrados, sentir las vibraciones de la música en mis venas y olvidar mis problemas por un par de horas. Además, la experiencia puede tener matices sicológicos positivos, como cuando te ahorras el tiempo de cadena por haberte arreglado adecuadamente (a ojos del cadenero), o como cuando no pagas cover porque el de la entrada te regaló una pulsera que dice “Niña bonita. No paga cover”, o como cuando logras robar un par de sonrisas y miradas coquetas al hombre que baila dos mesas más allá de la tuya. Y, lo más importante de todo, no hay una ida de antro completa si no es con la compañía adecuada: cuando tus amigos se la pasan igual de bien que tú, cuando todos gritan y bailan de alegría, cuando la botella se acaba a la velocidad de la luz y cuando una de tus amigas termina tomándose fotos con el mesero, sabes que has concluido una noche perfecta en compañía de las personas adecuadas.
Así, no pretendo hacer una defensa de la industria antrera, sino mi humilde apología a ese mundo, que parece ser el mío. Finalmente, como individuos tenemos la libertad de escoger entre lo que nos gusta y lo que no, lo que nos hace sentir bien y lo que no, lo que nos hace ser felices y lo que no. Y en este constante crecimiento y proceso de maduración, siempre es satisfactorio tirar algunas barreras y poder levantar la cara ante uno de los mundos que critica nuestra forma de divertirnos. Al que le gusta el mezcal, que beba mezcal; al que le gusta Wagner, que escuche a Wagner… a mí me gusta ir de antro.
Hay muchas personas que no encuentran el chiste de ir “de antro”. Para ellos, pagar $100 por estacionar el coche, $200 de cover y $1000 por una botella, después de haber pasado un tiempo insufrible en la cadena rogando a un tipo que nos deje entrar, no tiene sentido y, peor aún, va en contra de cualquier sentido de dignidad que pueda tener un ser humano. Una vez dentro del lugar, la crítica se concentra en la falta de espacio vital, el excesivo volumen que revienta los tímpanos, la falta de originalidad de la gente al vestirse (todos los niños con polo de algún color y jeans) y, para los más quisquillosos, en el tipo de música que logra prender a tanta gente. Y, lo peor de todo viene cuando a alguien se le ocurre afirmar que en un antro hay “niños bien” y que por ellos es que nos gusta ir… en fin.
A mí me gusta mucho ir de antro y, desgraciadamente, fue algo que dejé de hacer por más de un año, creyendo que ya no los disfrutaba tanto como cuando era una tierna adolescente. Estaba equivocada. En el último mes he ido de antro un par de veces y, aunque acepto las críticas de todos los que siente asco por esos lugares, para mí siempre es una experiencia increíble y en la que me puedo perder completamente. Desde el maquillaje, los tacones y la cadena hasta el vodka de $90, la hora de música electrónica y la falta de espacio suficiente para bailar, todo es parte de la experiencia que me hace flotar, bailar con los ojos cerrados, sentir las vibraciones de la música en mis venas y olvidar mis problemas por un par de horas. Además, la experiencia puede tener matices sicológicos positivos, como cuando te ahorras el tiempo de cadena por haberte arreglado adecuadamente (a ojos del cadenero), o como cuando no pagas cover porque el de la entrada te regaló una pulsera que dice “Niña bonita. No paga cover”, o como cuando logras robar un par de sonrisas y miradas coquetas al hombre que baila dos mesas más allá de la tuya. Y, lo más importante de todo, no hay una ida de antro completa si no es con la compañía adecuada: cuando tus amigos se la pasan igual de bien que tú, cuando todos gritan y bailan de alegría, cuando la botella se acaba a la velocidad de la luz y cuando una de tus amigas termina tomándose fotos con el mesero, sabes que has concluido una noche perfecta en compañía de las personas adecuadas.
Así, no pretendo hacer una defensa de la industria antrera, sino mi humilde apología a ese mundo, que parece ser el mío. Finalmente, como individuos tenemos la libertad de escoger entre lo que nos gusta y lo que no, lo que nos hace sentir bien y lo que no, lo que nos hace ser felices y lo que no. Y en este constante crecimiento y proceso de maduración, siempre es satisfactorio tirar algunas barreras y poder levantar la cara ante uno de los mundos que critica nuestra forma de divertirnos. Al que le gusta el mezcal, que beba mezcal; al que le gusta Wagner, que escuche a Wagner… a mí me gusta ir de antro.